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martes, 9 de enero de 2018

Ella Vale 9 Canoas


Dos marineros amigos, Jacques y Henri, trabajaban en un buque carguero por el mundo, y andaban todo el tiempo juntos. Cada vez que llegaban a un puerto, bajaban a tierra a beber y a conquistar chicas. Un día desembarcaron a una isla del Pacífico, en la Polinesia Francesa, y fueron al pueblo a divertirse.
En el camino se cruzaron con una muchacha que estaba lavando ropa en un pequeño arroyo. Jacques se detiene a conversar con ella. Le hace preguntas sobre la isla, sobre las costumbres de la gente, se interesa en saber más de ella como persona, lo que quiere hacer en la vida, lo que piensan sus padres de los forasteros y muchas otras curiosidades de ese tenor. La chica lo escucha con atención y va respondiendo con firmeza e inteligencia, y con cierta timidez, las preguntas de Jacques. La charla dura un largo rato.
Henri se queda al margen de la conversación, pero al notar que esa mujer no es nada del otro mundo, le dice a su amigo que no pierda el tiempo, que debe haber chicas más bellas en el pueblo. Sin embargo, el otro insiste en continuar el diálogo y así se va casi toda la tarde.
La mujer ha aceptado la charla de Jacques sin dejar de hacer sus tareas con la ropa hasta que, finalmente, le dice al marinero que las tradiciones del lugar le impiden hablar demasiado tiempo con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella. Dado el caso, entonces debe hablar primero con su padre, quien es el jefe del pueblo.
Jacques acepta y le dice:
Está bien. Llévame ante tu padre. Si es así, ¡quiero casarme contigo!

El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer y le dice a Jacques:
—¿Por qué te metes en problemas? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomar una decisión tan precipitada?
—No es una broma Henri. Me ha interesado mucho esta muchacha, es inteligente y fina; me quiero casar con ella. Espero ver a su padre para pedir su mano.
Y sin escuchar a su amigo, Jacques siguió a la mujer al encuentro con el jefe de la aldea. El marinero le expone ampliamente sus deseos, mientras el jefe de la tribu lo escucha con cuidado. Enseguida le manifiesta que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer elegida para casarse. Le dice que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las cualidades de cada una de ellas: por las más hermosas y más jóvenes se debían pagar nueve canoas, y como él tenía otras hijas no tan hermosas y jóvenes, pero excelentes cuidando los niños y cocinando, esas valían siete canoas; y así iba disminuyendo el valor de la dote de acuerdo con los atributos de cada una.
El marino le explica que había elegido a la chica que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa hija, por no ser de las más agraciadas, le valdría solo tres canoas.
Está bien —respondió Jacques—, me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve canoas.
El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo:
Usted no entiende. La mujer que eligió cuesta tres canoas, mis otras hijas, más jóvenes y bellas, cuestan nueve canoas.
—Entiendo muy bien —respondió nuevamente Jacques—. Me quedo con la chica que elegí, pero pago por ella las nueve canoas.
Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un chiflado, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda lo antes posible. Henri no lo podía creer y pensó que Jacques había enloquecido de repente, que se había enfermado de algo, o que se había contagiado de un raro delirio tropical. Pero finalmente, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente Henri partió en el barco, dejando en esa isla a su compañero de toda la vida.
El tiempo pasó y Henri siempre se preguntaba por la suerte de su amigo en aquella isla lejana. Hasta que un día, años después, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde se había despedido de él. Ansioso por saber qué le había sucedido, saltó al muelle y comenzó a caminar hacia el pueblo.
En el camino se cruzó con un grupo de gente que venía marchando por la playa, llevando en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima. Todos entonaban canciones, obsequiaban flores a la mujer y ésta los retribuía con pétalos y guirnaldas. Henri creyó que estaban en fiestas, pasó de largo y prosiguió en busca de su amigo.
Cuando se encontró con Jacques se abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo. El marinero no paraba de preguntar: ¿Y cómo estás? ¿Te acostumbraste a vivir aquí? ¿Te gusta esta vida? ¿No quieres volver? Finalmente, se atrevió a preguntarle:
—¿Y cómo está tu esposa?
Al escucharlo, su amigo Jacques le respondió:
Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festeja su cumpleaños.
Henri, al recordar a la mujer poco agraciada que años atrás habían encontrado, le preguntó si se había separado y tenía una nueva esposa más bella.
No. Es la misma muchacha que encontramos lavando ropa años atrás.
—¡Pero cómo! La que vi en la playa es muchísimo más hermosa, femenina y agradable, ¿cómo puede ser?, preguntó el marinero.
—Muy sencillo —respondió Jacques—: me pidieron de dote tres canoas por ella, y ella misma creía que valía solo tres canoas. Pero yo pagué por ella más canoas, la traté y la consideré siempre como una mujer de nueve canoas. La amé y la amo como a alguien de esa valía y ella se ha transformado en una mujer de nueve canoas.

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