Había una vez dos monjes que caminaban por el bosque de regreso al monasterio. Cuando llegaron al río, una mujer lloraba en cuclillas cerca de la orilla. Era joven y atractiva.¿Qué te sucede? —le preguntó el más anciano. Mi madre se muere. Ella está sola en su casa, del otro lado del río y yo no puedo cruzar. Lo intenté pero la corriente me arrastra y no podré llegar nunca al otro lado sin ayuda. Pensé que no la volvería a ver con vida. Pero ahora que los veo, alguno de los dos podrá ayudarme a cruzar. Ojalá pudiéramos —se lamentó el más joven. Pero la única manera de ayudarte, sería cargarte a través del río y nuestros votos de castidad nos lo impiden. Eso está prohibido, lo siento. Yo también lo siento —dijo la mujer y siguió llorando. El monje más viejo se arrodilló, bajó la cabeza y dijo: Sube. La mujer no podía creerlo, pero con rapidez se montó a horcajadas sobre el monje. Con bastante dificultad el monje cruzó el río, seguido por el otro más joven. Al llegar al otro lado, la mujer descendió y se acercó para besar las manos del anciano monje. Está bien —dijo el viejo retirando las manos, sigue tu camino. La mujer se inclinó en actitud de gratitud y corrió por el camino al pueblo. Los monjes, sin decir palabra, siguieron su marcha al monasterio. Faltaban aún diez horas de caminata. Poco antes de llegar, el joven le dijo al anciano: Maestro, usted es un lujurioso como se atrevió a tocar a esa mujer, nuestros votos de castidad nos prohíben siquiera ver a los ojos de una mujer y usted hasta se dejó besar. El anciano respondió: Yo la deje a esa mujer en el río y vos !la sigues cargando¡
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lunes, 8 de enero de 2018
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