Claudia, mi hija, quien vive en otro país, me había insistido varias veces diciéndome:
—Mami, algún día tienes que venir en primavera para ver los narcisos antes de que se acaben, es todo un espectáculo.
Yo quería ir, pero vivía tan lejos y los pasajes eran tan caros.
—Iré muy pronto —le prometí cierto día cuando llamó por décimo cuarta vez.
Un día finalmente pude ahorrar y darme tiempo para hacer el viaje. Cuando llegué yo pensaba que me iba a decir lo mucho que me extrañó y que estaba muy contenta de que yo haya hecho ese sacrificio para ir a verla, pero lo primero que me dijo fue "vamos a ver esos narcisos de los que te hable"
—Pero hija, contame como estas, como está tu marido? Y me dijo:
—Bueno, pero primero vamos a ver los narcisos. Es muy cerca, mamá, nunca te perdonarías haberte perdido esta experiencia.
Caminamos por unos 20 minutos y llegamos hasta un letrero que decía: «Jardín de los Narcisos». Caminamos unos minutos más hasta llegar a la cima de una colina y delante de mí estaba la vista más gloriosa de un campo de flores.
Caminamos por unos 20 minutos y llegamos hasta un letrero que decía: «Jardín de los Narcisos». Caminamos unos minutos más hasta llegar a la cima de una colina y delante de mí estaba la vista más gloriosa de un campo de flores.
Parecía una enorme mar de oro derramada desde la cumbre de una colina y sus laderas. Las flores estaban sembradas en diferentes diseños de grandes franjas de varios colores: anaranjado, amarillo rojo, verde. Cada variedad de diferente tono estaba plantada en grupos, de tal manera que ondulaban como un solo río, con su propio y único color. Había unas dos hectáreas y media de flores.
—¿Quién hizo esto? —le pregunté a mi hija. ¿la alcaldía, la gobernación, una empresa privada?
—No, Una sola mujer nada más. Vive en aquella casa chiquita.
Caminamos un poco y en el patio nos entrevistamos con la anciana. De inmediato nos puso al corriente:
—Sé que se estarán haciendo varias preguntas. La primera de ellas es que en ese terreno que acaban de ver hay sembrados más o menos cuarenta mil bulbos que, desde 1980, yo misma, con mis manos, he cultivado uno por uno hasta que tuve la satisfacción de verlos florecer en primavera. Y después de eso, en muchas primaveras más.
Miré a mi hija quien me sonreía como loca. Y luego pensé en esta mujer quien, por casi cuarenta años, había empezado a traer un bulbo cada vez a esta colina. Plantándolos año tras año, había cambiado para siempre el paisaje y el espacio en que se movía. Y nos había dado a todos los extraños que hemos estado allí, bajo el cielo, el deleite de ver la más asombrosa muestra de colores que yo había conocido en mi vida.
El Jardín de los Narcisos me enseñó que uno de los grandes principios de la vida consiste en aprender a movernos hacia nuestras metas y deseos avanzando un paso cada vez.
Cuando multiplicamos nuestro tiempo libre con pequeños incrementos de esfuerzo diario, encontraremos que podemos realizar cosas magníficas. Podemos cambiar nuestra vida y de paso, dar satisfacciones a los demás.
—De cierto modo esto me pone triste —le dije a mi hija. ¿Qué habría logrado yo si hubiese comenzado una meta maravillosa hace unos treinta y cinco o cuarenta años, y hubiese trabajado esa meta a través de todos esos años? ¡Nada más piensa en lo que yo hubiera realizado!
La anciana me dijo una frase directa y sencilla que nunca olvidaré en mi vida, me dijo: —Empieza mañana. Yo comencé a los 50 años.
La anciana me dijo una frase directa y sencilla que nunca olvidaré en mi vida, me dijo: —Empieza mañana. Yo comencé a los 50 años.
La verdad es que nunca es tarde para arrancar.
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