Esa es la historia de dos ermitaños que vivían cada uno de ellos en una isla diferente. El ermitaño joven se había hecho muy célebre y gozaba de gran reputación en el pueblo, mientras que el anciano era un ermitaño desconocido. Un día, el anciano tomó una balsa y se desplazó hasta la isla del afamado ermitaño. Le rindió honores y le pidió instrucción espiritual. El joven le entregó un mantra y le facilitó las instrucciones necesarias para la repetición exitosa del mismo. Agradecido, el anciano volvió a tomar la balsa para retornar a su isla, mientras su compañero de búsqueda se sentía muy orgulloso por haber sido reclamado espiritualmente. El anciano a su vez, se sentía muy feliz con el mantra.
El anciano era una persona sencilla y de corazón puro. Toda su vida no había hecho otra cosa que ser un hombre de buenos sentimientos y ahora, ya en su ancianidad, quería hacer práctica de lo aprendido.
Estaba el joven ermitaño leyendo las escrituras, cuando, a las pocas horas de marcharse, el anciano regresó. Estaba compungido, y dijo:
–Venerable asceta, resulta que he olvidado las palabras exactas del mantra. Siento ser un pobre ignorante. ¿Puedes indicármelo otra vez?
El joven miró al anciano con condescendencia y le repitió el mantra. Lleno de orgullo, se dijo interiormente: “Poco podrá este pobre hombre avanzar por la senda hacia la Realidad si ni siquiera es capaz de retener un mantra”. Pero su sorpresa fue extraordinaria cuando de repente vio que el anciano partía hacia su isla recitando el mantra y caminando sobre las aguas.
Moraleja
El que en carne propia vive lo aprendido, goza de una pureza de corazón. ¿Qué no puede obtenerse con un corazón limpio?
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