Estaba un hombre a la orilla del camino sentado sobre una piedra,
bajo la sombra de un frondoso roble. Se lo veía triste y cabizbajo, casi a
punto de llorar. Así lo encontró su compadre y amigo de toda la vida, quien,
acongojado al verlo en tal estado, le preguntó el motivo de su angustia. —¡Ay,
compadre!, contestó el interpelado, —¡Mi esposa va a acabar conmigo! —No,
hombre, más bien dime qué te pasa; a lo mejor te puedo ayudar a encontrar una
solución al problema.
El compadre,
después de limpiarse los ojos, empezó su relato: —Mira, tú sabes que somos
muy pobres y en mi humilde casa la única forma de alimentarnos es con un pedazo
de carne que tengo que conseguir cazando en el monte. Me tengo que ir con mi
escopeta, pasar varios días de sufrimiento, salvándome de milagro de los
peligros, esquivando víboras, al tigre, soportar las picaduras de las
garrapatas y mosquitos, y por si esto fuera poco, aguantar cómo me cala hasta
los huesos el frío y la soledad de las noches. Luego, por fin, si la suerte me
socorre y logro cazar un venado, todavía tengo que cargarlo y subir la cuesta
hasta llegar a mi casa en la loma. No he alcanzado a llegar cuando aparece mi
esposa con el cuchillo en la mano empieza a repartir el venado entre vecinos y
familiares, que una pierna para Juana, que otra para Leo, que este lomito para
mi mamá, que eso para allá, que esto para acá y en menos de una semana ahí va
tu tonto amigo otra vez de cacería. ¡Pero ya me cansé!
El compadre,
después de meditar un momento, le dio la solución: —Invita a tu mujer a
cazar y dale a cargar el venado. —¿¡Qué!? —Sí, sí. Mira, invítala y háblale de
lo bonito de los paisajes, del esplendor de las estrellas en las noches, de los
manantiales cristalinos, de sus exquisitas aguas, del aire fresco del monte
lleno de oxígeno, del dulce canto de los grillos y los pájaros silvestres, en
fin. No le hables de las espinas, ni los peligros, ni del frío ni el cansancio.
Dile que la invitas a la cacería.
El hombre
siguió el consejo. Por supuesto, la convenció. La mujer, entusiasmada, se fue
con la falda larga hasta el tobillo. Al cruzar el primer espino se le redujo a
la mitad porque la prenda quedó desgarrada entre las ramas; la blusa se le
rompió; el calzado se destrozó por los difíciles caminos, y las piedras y las
espinas la hicieron sangrar. El sol le quemó la piel, el cabello se le
maltrató, las manos le quedaron heridas al abrirse paso entre el espeso monte.
Incluso, estuvo a punto de sufrir un infarto al encontrarse de frente con una
serpiente del bosque. Muerta de hambre, su imagen parecía sacada de un cuento
de ultratumba. Por fin, después de tantos martirios, un día encontraron al
venado. Ella tuvo que contener el aliento y el hombre, sigiloso, con la astucia
y la agilidad de un gato, se acercó a su presa y con la mirada de un lince
localizó el blanco justo para liquidar al escurridizo animal. ¡Bang! El venado
había muerto.
La mujer no
cabía de júbilo pensando que su sufrimiento había terminado, pero no era así.
—Ahora, mi amor, quiero que cargues el venado para que veas lo
bonito que se siente, le dijo el
hombre masticando cada una de sus palabras. La mujer casi se desmaya ante la
desconocida mirada de su marido, pero ante la desesperación por regresar a su
hogar, no tuvo aliento ni para replicar y cargó el venado hasta su casa
cruzando veredas y montañas. Agotada, con las piernas adoloridas, jadeando y
casi muerta, llegó y depositó el animal en la entrada de su casa. Los niños y
sus amiguitos, hijos de los vecinos, salieron a recibir a los papás cazadores
y, acostumbrados a la repartición, le dijeron a su mamá con alegría: —Mamá,
apúrate a repartir el venado porque la mamá de Pepe ya tiene hambre. ¿Qué
pedazo le llevo a mi tía? La señora, sentada en el piso, hizo un esfuerzo
sobrehumano para levantar la cabeza y con los ojos inyectados de sangre volteó
a ver a los niños y tomando aire hasta por las orejas, les gritó:
—¡Este venado no lo toca nadie! Y tú, Pepe, ve y dile a tu mamá
que, si quiere carne, ¡que vaya, cace y me traiga a mí lo que yo tantas veces
le he regalado!
Moraleja
Dos personas
se constituyen en pareja cuando se cumplen estas condiciones: consideración y
respeto.
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