Un día los animales de la selva decidieron iniciar un particular concurso, ya que en todos ellos rondaba la duda de quién tenía la mejor voz y quizá por ello se organizó de inmediato un concurso de canto, en el cual se anotaron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero hasta el rinoceronte. Guiados por el sabio búho, quien había aprendido en la ciudad de Atenas, todas las normas de una elección, así se decretó que el concurso se definiría por el voto secreto y universal de todos los concursantes, donde no estaba permitido votar por sí mismo y así serían de esta manera su propio jurado. Así fue, todos los animales, incluido el hombre, pasaron al estrado y cantaron recibiendo un intenso y acalorado aplauso de la audiencia. Luego anotaron su voto en un papelito y lo colocaron doblado en una gran urna que sostenía el búho. —El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo, ¡el burro! Dijo el búho. Se produjo un silencio, seguido de algunos tímidos aplausos. —Segundo voto: ¡burro! Tercero... ¡burro! Los concursantes comenzaron a mirarse, sorprendidos al principio, acusadoramente después y, por último, cuando proseguían apareciendo votos para el burro, cada vez más culposos y avergonzados de sus propios votos. Todos sabían que no había peor canto que el desastroso rebuzno del equino. Sin embargo, uno tras otro, los votos lo elegían como el mejor de los cantores. Y así sucedió que, terminado el escrutinio, quedó decidido por “libre elección” del “imparcial” jurado, que el horrible y estridente canto del burro era el ganador: La mejor voz de la selva y alrededores.
El búho explicó después lo sucedido: —cada
concursante considerándose a sí mismo el indudable vencedor, había dado su voto
al menos calificado de los concursantes: aquél que no podía representar amenaza
alguna a su propia proclamación. La votación fue casi unánime. Sólo dos votos no fueron para el burro: el del propio
burro que nada tenía para perder y votó sinceramente por la calandria y el del
hombre que (cuando no) votó por sí mismo.
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