Uno tras
otro, nos colocamos el instrumento en los oídos, auscultamos al paciente con sumo cuidado, movimos la cabeza en
señal de afirmación. ¡Sí, ahí está! —decíamos. Vimos cómo se le
iluminaban los ojos a los compañeros en turno en el momento en que percibían los sonidos. Al final le
agradecimos al supervisor que
nos hubiera mostrado un caso tan claro. Terminada la sesión, regresamos a la
oficina de la jefa de enfermeras y tomamos asiento. El supervisor nos preguntó:
¿Están todos seguros de haber escuchado bien? —Le dijimos que sí, entonces
él, con calma y sin pronunciar una palabra más, comenzó a abrir su estetoscopio. Luego sacó de
su bolsillo unas pincitas y extrajo unos
tapones de algodón que él le había puesto. El estetoscopio había estado inutilizado, muerto y con un silencio
absoluto. Ninguno de nosotros podía haber oído los latidos del corazón del
paciente, y mucho menos los famosos chasquidos. No vuelvan a hacer eso
jamás, —nos amonestó el
supervisor. Cuando no oigan algo, díganlo. Cuando no compréndanlo que
alguien diga, háganselo saber. Fingiendo
que entienden lo que no entienden, quizá logren engañara sus colegas, pero no sacarán nada bueno para
sus pacientes ni para ustedes mismos. —En ese momento nos sentimos muy
avergonzados. Pero hoy, trascurridos 20 años, pienso que aquella ha sido la
lección más importante en mi vida de médico.
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lunes, 4 de julio de 2022
Prueba de Honradez
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