Hace muchos, muchos
años, vivía en cierto país, un joven y famoso pintor. Una vez decidió crear un
retrato realmente grandioso, un retrato de la bondad más pura, con un par de
ojos que irradiasen paz eterna. Emprendió la búsqueda de una persona cuyo
retrato reflejase la luz de la alegría. Recorrió pueblo tras pueblo y una
jungla tras otra en busca de esa persona. Finalmente halló un pastor cuyos ojos
brillaban, cuyo rostro y aspecto daban la vaga sensación de que provenía de una
morada celestial. Bastaba echarle una mirada para convencerse de que Dios
también se halla presente en el hombre. El artista pintó un retrato de este
hombre. Millones de copias del retrato se vendieron por todas partes. La gente
se sentía agradecida de poder colgar el retrato en sus paredes.
Luego de un intervalo
de veinte años, cuando el artista había envejecido, pensó en hacer otra obra
maestra. Había experimentado que la vida no es sólo bondad; también el mal mora
en el hombre. La idea de pintar un cuadro de la maldad le perseguía, pues sólo
tendría un hombre completo si tenía las dos pinturas, complementándose la una a
la otra. Había realizado una pintura de la cualidad divina; ahora deseaba
retratar a la encarnación del mal.
Deseaba hallar a un
hombre que no fuese un hombre, sino un demonio. Recorrió guaridas de juego,
bares y manicomios. El sujeto debía estar lleno de los fuegos del infierno; su
rostro debía mostrar todo lo que es malo, feo y sádico. Debía ser un símbolo
del pecado... Después de prolongada búsqueda, el artista encontró a un
prisionero en una cárcel. El hombre había cometido siete asesinatos, y por eso
se le había sentenciado a ser colgado en pocos días. El infierno era obvio en
sus ojos: irradiaban odio. Su rostro era el más desagradable que pudieras encontrar.
El artista comenzó a
retratarlo. Al terminar, trajo su pintura anterior y colocó una pintura al lado
de la otra, para apreciar el contraste. Desde el punto de vista artístico, era
muy difícil decidir cuál era la mejor. Las dos eran maravillosas. Permaneció de
pie, mirando los dos cuadros.
Y entonces oyó un
sollozo. Volteó la cabeza y vio al prisionero, encadenado y llorando. El pintor
se quedó perplejo. Preguntó: —Amigo mío, ¿Por qué lloras? ¿En qué
forma te perturban estas pinturas? El prisionero respondió: —He intentado ocultar la verdad
durante todos estos días, pero hoy me he visto vencido: Tú quizás no sabes que
la primera pintura también es mi retrato. Ambos son retratos míos. Yo soy el
mismo pastor que encontraste hace veinte años en las montañas. Lloro por mi
caída de los últimos veinte años, del cielo al infierno.
Moraleja
La vida del hombre tiene dos lados opuestos,
dos pinturas. En cada hombre están presentes tanto el bien como el mal. En cada
hombre existen tanto la posibilidad del cielo como la del infierno. En el
hombre puede crecer un ramo de hermosas rosas. También en el hombre puede
acumularse un montón de barro.
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