En una
pequeña ciudad de Italia, los fieles fueron invitados un día de fiesta a
depositar una limosna delante del altar. Quien diera una cosa realmente aceptada
por el Señor, sería testigo de un milagro, sabría que su ofrenda le había agradado a Dios. Todos
se apresuraron a traer los objetos más costosos,
dinero, joyas, piedras preciosas, piezas de oro y plata, vestidos caros,
estatuas magníficas. Eran ofrendas llenas de vanidad, rebosantes de orgullo. La gracia divina no reconoció
ninguna señal reveladora de
aquellas ofrendas. Y todos dejaban el templo, cabizbajos, avergonzados, por haber ofendido a Dios. Al caer la
tarde, una joven pobremente vestida, se presentó ante el altar solamente
trayendo un collar hecho de hilo y piedritas, –este collar me lo
hizo mi hija antes de que falleciera de cáncer, solo tenía 9 años, sé que no
vale nada para ti pero vale mucho para mí, dijo la mujer. Después se levantó y
salió de la catedral con el semblante tranquilo
y alegremente iluminado. Entonces todos los fieles miraron hacia el altar y,
¡oh milagro del cielo! Dos lirios blancos habían surgido en el altar, su blancura era deslumbrante y su perfume inundaba el aire. Era la señal prometida.
La pobre niña no tenía ricos presentes que ofrecer, pero se regaló ella misma y
aquella humilde pero sublime ofrenda
fue aceptada por el Señor, ya que entregó todo lo que tenía.
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